En la pintura de Agueda de la Pisa se nos proporcionan aquellos dos índeces o sintomas que mejor certifican el sentido del arte y el nombre dela crezción: partir de la experiencia y desde ella explicar el proceso de la obra hasta su última posibilidad prefectiva. Siendo la experiencia, ante todo, negación palmaria del dominio o un audaz afrontar la incertidumbre y la expectativa de lo ignorado, solo, los que ella ahínquen el norte de us creaciones podrán verlas traducidas, como tales, en novedad, en otredad, en diferencia. La perfección de la obra pone de manifiesto, por otro lado, su más elemental y tamniénsu más genuina condición ética.
El tacto de la experiencia entrañala fuente más genuina de la creación, y en la visión del lugar desde un lugar (en el asomarse al universo desde una angulación peculiar del universo) debe afincarse la pura expectativa y el vislumbre del verdadero conocedor. Las obras de Aguefa de la Pisa nos remiten directamente a las obras de Agueda de la Pisa (no a la remembranza de las de otros) en tanto que el lugar en ellas delimitado regala a nuestros ojos una perpestiva nueva (nueva y suya) del raro lugar que a todos cobija. Los cuadros de Agueda de la Pisa, concentran y explicitan una experiencia única y desmarccan lo universo desde un soko lugar.
Santiago Amón
HOGAR EN ASTA
A Agueda de la Pisa
Este respeto en turbulencia hogar
Esta quietud en tempestad orgia
un color una luz un aire dicen
de una pala de un vuelo de una nota
pincel
Si casa si gorrión si larga músca
pintura que es atmósfera y rodea
así abrazo así cielo
así una rama
viva
su florecer estancia águeda
grita qué tremolar paciente innoto
oh partria oh campo oh pálpito
de qué arterias su pulso
esa oriflama
que la vista cautiva hogar asta
imán el fuego vívese
nos vive aproximaos
hay gozo hay calor
FRANCISCO PINO
1988
LIBERTAD VIGILADA
SOBRE EL LIENZO, el régimen del color es el de una libertad vigilada. Si se le aplica con excesiva minuciosidad, o con una insistencia impertinente, no vibra -o como dicen, y así lo prefiero, los pintores de brochagorda- no «canta». Si, al contrario, se le deja ir a punta de pincel, con el automatismo inherente a los gestos más cotidianos, cae de inmediato en un grafismo insulso, en la descuidada escritura de una decoración.
Agueda de la Pisa ha logrado este desafio: impregna la tela con un cuidado atento, afectuoso casi, pero no abusivo; diluye el color como para evitar toda la intensidad, un depósito grumoso del pigmento, la gravedad inoportuna de una adjetivación. Su contacto con el soporte, con el tejido blanco y su inaparente rugosidad es aproximadamente materno: una vigilancia que no excluye la distracción, el matiz programado, a veces el azar. Nunca la autoridad. Nunca el olvido.
Así surgieron los grandes formatos respirantes, aéreos, desplegados sudarios, ventanas a una aurora boreal o a un crepúsculo químico. Muros sangrantes.
Hacia finales de los ochenta todo cambió. Como dirigido por una contracorriente, por una resaca del color. por una inciación propia de la mano y de su modo de imponerse ante la horizontalidad de la tele.
La vibración cromática, lo que el cuadro al mismo tiempo irradia y resguarda, el «canto», ahora no se obtiene gracias a la disolución, a la oscura alquimia del agua, sino al contrario, por superposición, por finisimas capas, de una manera casi geológica.
Ahora el cuadro apela, como para integrarlos a su materia, para asimilarlos, o al contrario para rechazarlos o «desdecirlos», los más diversos materiales. No se trata, sin embargo, de simples collages. El materia incorporado -sobres, periódicos, papeles garabateados y recuperados de labasura, fragmentos coloreados de otros lienzos- nunca funcionan como «motivo» en sí, no se presentan con ostentación o teatralidad en un primer plano, sino que a su vez sirve de soporte a otra indagación de color, a otro preciso y descuidado desafío.
El cuerpo extraño se surperpone a la tela para afirmar su alteridad. Su modelo es el de lo recurrente y lúcido, un brillo que regresa, el chisporroteo anaranjadode un cometa. Como si en el espacio de lo planetario, y en funcionamiento solar Agueda de la Pisa encontrara su identidad o su secreto. Lo pasajero, lo efímero, la imagen de un objeto que pasa ingrávido, quemante, y que al cruzar cerca de nuestro espacio se inscribe en el horizonte como la promesa de un regreso, como una amenaza: la que encubre la certeza de toda repetición. Algo fugaz, relampagueante de color, va a pasar, ha pasado por la tele. Quedan flecos, trazos incandecentes o calcinados, el geroglífico de una quema, el «carmín», la «coma rosa» que denuncia una lejana combustión.
La pintura de Agueda de la Pisa es uns pintura de signos. Antifaces, triángulos quebrados que se repiten a la vertical, pirámides, rectangulos maculados que se repiten de dos en dos. La paradoja es que estos signos, aparecen a la mirada, una vez integrados o expulsados de la tela, despojados de toda desnsidad indicativa, libres de carga semántica, como un puro juego de rectangulos o de flechas fragmentadas: volcados haccia su ser emotivo. Son, en definitiva, como fotos desdibujadas de un pasado litoral, recuerdos de una estancia insular, de una vida marítima -azules oceánicos, flora submarina, espuma de los bordes, apresuradas cartas de un archipiélago-. Viejas postales descoloridas cuya dominante era el azul.
O más bién: nostalgia de una vida de dos en dos. Todo, en esta pintura enigmática se apareja, dialoga, busca su Otro en su espejo, exige su gemelidad. O su eco. Cámara de eco, pero no sonora sino, visual. El color reverbera, como el sol en el verano castellano, en el ocre agreste. Austeridad, escueta expresión teresiana. Todo es púdico, severo. Ni la plúmbia materia de la actual pintura española, ni el desenfado abigarrado del color. Justeza. Timidez incluso. Reserva. Algo queda susurrado, entredicho, sugerido en el cuadro. La frase no aparece. Alguien la escucha.
Alguien, a quien no se le dirige. Alguien que responde con la mirada a una interrogación que no existirá
Severo SARDUY
París,IV, 90
Lo primero que impresiona a la mirada en la pinturas recientes de Agueda de la Pisa es su monumentalidad. sobre las amplias superficies, el espacio se organiza en perfecto equilibrio. sus formas simples, sólidas, rigurosamente construidas, nos producen, con la arminía de sus proporciones, la sensación de avanzar entre arquitecturas serenas, abiertas, recorridas por un aire calmado. La corriente profunda que alimenta el placer emanado de sus cuadrod brota en la relación inesperada entre el vigor, la austeridad de estas sólidas bases y el brillo ligero del velo con el que la pintura las reviste. Este velo flota, creando una delicada trama de reflejos. La indecisión de sus pliegues suaviza, entre los planos ensamblados, aquellos que ofrecen de más duro las aristas.
Al principio hablé de monumento. Me refiero a aquellos de la memoria incierta y creativa. Bajo el ornato de los grises, suntuoso y tierno, realzado aquí y allá, como en los antiguos vestidos de Corte, por la eclosión de los azules claros, los toques cebrados de la plata o la sombra crepuscular de los marrones, se adivina el emborronado de unas letras, algunos fragmentos de palabras. Estos rastros de discurso, estos textos inexorablemente destruidos pero en los que todavía palpita la presencia, este palimsesto ya indescifrable para siempre, son como el polvo impalpable que el tiempo deposita en su transcurso, entre los juegos de la memoria y el olvido. ¿Hacia dónde dirigir la admiración?. Ni haccia la elegancia en disponer el orden irrefutable de las masas, ni hacia el virtuosismo sensacional del colorista, sino hacia la capacidad de conjugar entrambos con tanta gracia y tanta autoridad.
Georges DUBY
Dr l’Académie Française
Mayo 1992